Caminó lo más serena que pudo por esos pasillos. Se frotó las manos con desinfectante, se puso los guantes de plástico y esa bata de papel que o se rompía con facilidad o era uno de los tantos complementos que demostraban su torpeza. Abrió una puerta que segundos después deseó no haber abierto jamás. Allí el sufrimiento ajeno se apoderó de todo su ser y comenzó a sufrir, empezó a llorar. Nadie logró salir. Ni siquiera ella. Su inconsciente le llevó durante mucho tiempo a esa misma habitación, un lugar en el que convivían demasiadas caras esperanzadas y demasiadas vidas sin esperanza.
Pasaron dos largos meses y las únicas noticias que escuchaba tenían en sus titulares el verbo «muere» . Ya no podía hacer nada aunque le quisiera. Todos sus esfuerzos fueron en balde. Sus signos vitales perdieron la fortaleza de antaño. Su semblante no era el de antes. Ya no tenía ganas de pintarse las uñas. Se esfumaron sus deseos de escuchar a su cantante favorita. No quería irse, pero necesitaba hacerlo. Dejó de sufrir y se prolongó su sufrimiento.
La luz se apagó. Ya no quedaba ni una sola bombilla. Volvieron a casa para no regresar nunca más a esa tétrica habitación en la que el oxígeno provenía de forma artificial y ayudaba a sus pacientes a cuentagotas. Trataron de aferrarse a la rutina. Muchos regresaron a sus trabajos, otros a sus vidas como estudiantes y algunos se limitaron a recordarla como si aún estuviera para sentarse a la mesa a comerse su tazón de sus cereales preferidos.
Aún así siempre prevalecieron los momentos que pudieron disfrutar de ella como esposa, como madre, como hermana, como suegra, como tía o como abuela. Cada vez que sueña con su aparición en esa sala y despierta piensa que nada ni nadie podrá quitarles eso. Ni siquiera la muerte debido a que ella será recordada hasta que el último integrante de su familia viaje para reencontrarse con ella y con el resto.
Pese a toda su tristeza le dijeron que la vida sigue y aunque aún no pueda superarlo, recuperó muchos de esos sueños que poseía cuando tan solo tenía 19 años. Así, en su búsqueda por reconstruirse a sí misma creó una familia desde cero con gente que acababa de conocer y volvió a sentirse viva para luchar por lo quiso y a quienes quiso o quiere. Sin embargo, había algo que le descontrolaba. Ya no sabía si su pérdida estaba relacionada con ese grado de angustia y frustración que le ocasionaban infinidades de nudos en la garganta. O si por el contrario, no se había dado cuenta que padecía síndrome de Peter Pan.
A su corta edad no se sentía realizada y mucho menos capaz de hacer cualquier cosa. No confiaba en ella misma. Cualquier responsabilidad que pudieran ofrecerle le aterrorizaba. La peor fue querer ser un ejemplo para todos cuando sentía que lo estaba haciendo todo a la inversa y que se estaba decepcionando hasta a ella misma. Solo necesitaba meterse en la cama, arroparse hasta la cabeza y simular por unas horas que vivía las vidas de los protagonistas de las series que veía.
Aunque pueda sonar dura esta historia muchas veces se sintió tan inservible que ni tenía el suficiente valor para ocultar sus lágrimas. Nunca le dijeron que llorar también es de valientes. Nadie, solo sus allegados más cercanos o esas personas que había conocido por casualidad hace cuatro años, nueve meses o 730 días pudieron comprender su mundo, o al menos lo intentaron. Los actos le dolían, pero también muchas comparaciones.
Nadie tenía una cámara interna para ver cómo se sentía con ella ni todo lo que se auto-castigaba simplemente por no ser más luchadora para enfrentarse a la vida de los adultos y ser alguien. Sus inseguridades llamaban al miedo y él a un cúmulo de nervios que dejaban pasar a una cadena de errores y fracasos.
En esa época entendió muchas cosas. Entre todas ellas, se dio cuenta que había utilizado las redes sociales como la mayoría de los usuarios y se había dedicado a contar el lado bueno de su día a día obviando todo lo malo que venía cuando ya no tenía una película que ir a ver al cine, una canción que malinterpretar o un amigo con el que hacer lo que denominó sus propias tomas falsas.
Tardó mucho tiempo en descubrir su verdad. Quizás años. Tuvo que desaprender para aprender miles de lecciones que estaba segura que le podían hacer mejor ser humano. En ese aprendizaje convivió con personas con los mismos síntomas. Todas ellas habían sido víctimas de esa sociedad que se limita a señalar con el dedo, a desprestigiar y a criticar sea con buenas o malas intenciones.
Ella en su caso no sabía si algún día llegaría a encontrar trabajo. Desconocía absolutamente su destino, pero tenía claro que más allá de los formalismos intentaría conocer la verdadera historia de todos los que habitaban en su mundo, esa que no se ve y que muchos guardan para no ser demasiado sinceros y evitar hacer daño sin quererlo.